Real Colegio

Restauraciones

Bolonia, gran encrucijada europea de juristas, llegó a reunir veintiún colegios. El más importante lo fundó en 1364 el cardenal Gil de Albornoz, doctor por la Universidad de Montpellier, a beneficio de estudiantes de la península ibérica. Hoy subsisten en Inglaterra magníficos colegios medievales, pero en toda la Europa continental sólo éste sigue vivo. Y de milagro.
Don Gil hizo así la primera institución “española”, cuando a España aún le faltaba siglo y medio para inte­grar­se. Y le dejó cosas excelentes: un edificio singular, proyectado por él mismo, que sería el modelo del renaci­miento italiano según Frommel, su máximo especialista; la primera biblioteca universitaria de Italia, como advierte Kiene, que para los expertos (Maf­fei, Cortese, Rossi) es la más rica colección privada de códices medievales; en fin, le legó bienes rústicos y urbanos para costear los estudios en Bolonia de veinticuatro escolares ibéricos sin recursos. Carlos V le daría nuevo lustre al visitarlo en 1530 y concederle el título de Real.
Pero Napoleón Bonaparte se incautó del patrimonio del Colegio y, aunque el papa Pio VII intentó reconstruirlo, la empobrecida fundación benéfica llegó moribunda al siglo XX. El duque del Infantado y jefe de la familia Albornoz, con el apoyo del rey Alfonso XIII, la hizo resurgir confiándola en 1919 al rector Carrasco. Por desdicha, ya había padecido – en concepto de “restauración” – cruen­tas falsificaciones neogóticas. El siguiente rector, D. Evelio Verdera, mejoró todos los servicios; no un estropeo arquitectónico cuyo coste le habría obligado a reducir el número de becas, cuando su prioridad era aumentarlas. Gracias a esa política muchos como yo pudimos ser colegiales.
En 1978, cuando le sucedí en el rectorado, el “boom” económico de Italia había concluido. Según todas las previsiones, la drástica disminución de rentas determinaba el fin inminente del Colegio. Fue un tiempo doloroso que prefiero olvidar.
Reconstruir la economía de la fundación sin ayudas externas no resultó tarea breve ni fácil, pero tampoco tan meritoria como pudiera parecer, porque se sucedieron providenciales golpes de fortuna. Si acaso, fue difícil resistirse a consumir las primeras ganancias en el propio edificio: convenía sanear primero los alquilados para obtener mejores rentas. A la vez, todos – incluso los albañiles – aprendíamos una ciencia fascinante: llamémos la geriatría arquitectónica.
Una restauración puede empezar por partidas sin costes, como decapar una pared a ratos libres o leer documentos seculares. La fundación conserva casi todos sus libros de contabilidad desde 1364. Son incómoda lectura, pero así supe que el destrozado pavimento del cortile no era medieval sino decimonónico, quién y cuando hizo los portones, cómo el rector Neila creó los sótanos o enlució los muros, dónde estuvo el taller de los amanuenses o qué grandes artistas adornaron la casa en el siglo XVI. Sus pinturas ya no eran visibles, pero tal vez quedara algo bajo los blanqueos posteriores. Así hallé frescos de Andrea da Bartoli (1367 ca.), Lippo di Dalmazia (1398 ca.), Biaggio Pupini (1524), Tommaso (Laureti? 1558 – 65) y otros no aniquilados por la furia neogótica.
Contables antiguos y químicos modernos han ayudado a despejar incertidumbres. También, a reproducir los materiales propios del edificio. Un problema especial fueron las rozas de instalaciones eléctricas y sanitarias en los muros de ladrillo visto que ocultó un enfoscado apócrifo hace una centuria. Sólo cupo injertar trozos de ladrillos coetáneos recuperándolos en construcciones derruidas. En cambio, más de doscientas nervaduras góticas reaparecieron incólumes.
Especialmente reveladora ha sido la datación por termoluminiscencia, tan precisa. Con ella comprobamos lo postizo de los parapetos de la galería superior y la autenticidad de las baldosas en espiga donde se apoyaban. En el siglo XX se sustituyeron con una solería de gres industrial que por suerte no llegó a destruir la im­pron­ta previa.
Más que estos y otros muchos problemas físicos, me preocupa uno casi filosófico: todo viejo edificio tiene su historia, y cancelarla para devolverle el primer aspecto sería falsificarlo. Como colegial, respeto a mis antecesores y sus huellas. Lástima que anden a tortas. Los del siglo XVI combaten el estilo del XIV como “barbárico”, y el de ellos lo rechazan los del XX en nombre del ojival. Pésimo pacificador sería quien intentara imponer el propio gusto. Así, también he restaurado gran parte de la máscara neogótica. Personalmente la encuentro reprobable; pero, para no repetir viejos errores, convienen el estudio, la prudencia… y la humildad.

José Guillermo García-Valdecasas y Andrada-Vanderwilde, Exrector del Real Colegio de España

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